capítulo cuatro
El encuentro en el callejón
ffff… —se quejó amargamente Luca el camino entero a la escuela el lunes. Deseaba poder irse de pinta e ir derechito con el Señor Angélico para interrogarlo sobre el Ciclón y la máscara. El día se arrastró a paso de tortuga, pero por fin la maestra sonó la campana y los despidió por el día. Luca se paró de un brinco y cogió a Félix del brazo, jalándolo apresuradamente hacia Deportes Angélico.
Cuando llegaron, la tienda parecía estar cerrada, por lo cual Luca y Félix se fueron a la entrada que daba al gimnasio, en el callejón de atrás, para ver si alguien estaba ahí. Podían escuchar las peleas dentro del edificio, pero nadie acudió a la puerta cuando tocaron, y cuando se asomaron, Martín Angélico no parecía estar.
—A lo mejor el Señor Angélico salió a un mandado —dijo Félix.
—Puede ser. Vamos a esperar a ver si regresa —dijo Luca, aunque sabía que la esperaban pronto en casa para la merienda. Félix, que tampoco deseaba volver a casa tan pronto, estuvo de acuerdo.
Para pasar el tiempo, los primos empezaron a luchar, y la tarde oscureció conforme se acercaba la noche. Estaban en su tercer partido cuando una voz interrumpió su lucha.
—¿Qué está pasando aquí? —La voz era masculina y un poco ronca, pero en la tenue luz del crepúsculo, los primos podían ver solamente una silueta, acompañada de una nubecilla de humo de cigarro. Los primos dejaron de luchar, pero no respondieron de inmediato. Luca se mostró ligeramente irritada ante el asomo de grosería en la voz del extraño.
—Las niñas no luchan —continuó la voz, sin esperar a que respondieran—. Tienes que buscarte un verdadero compañero para practicar, hijo —dijo el extraño, claramente dirigiéndose a Félix. La silueta le dio una calada prolongada a su cigarro, y sopló el humo directamente hacia los primos.
Luca resopló, incapaz de contenerse. —¿Ah, sí? Y si las niñas no luchan, entonces ¿qué estoy haciendo ahora mismo?
Justo en ese momento se encendió la brillante luz del escaparate de Deportes Angélico, permitiendo a los primos reconocer a la silueta. Se trataba de Diego Angélico, el hijo del dueño de la tienda y una de las estrellas de la liga semi profesional local. Parecía molesto —probablemente porque le había ido mal en la sesión de práctica de aquella noche— y sorprendido por el modo en que Luca le había respondido. Luca sintió un retortijón en el estómago.
Diego era sólo algunos años mayor, pero ya estaba a punto de concluir su entrenamiento para convertirse en profesional. Era bien conocido por los fanáticos locales, no sólo por ser el más joven de la liga, sino por su habilidad y disciplina. Era obvio que recién había luchado, tanto por el sudor que aún se notaba en su cara, como por su atuendo, del que aún no se había mudado. Un cigarro de papel de arroz colgaba de su labio inferior.
Luca tragó el nudo en su garganta. Estaba indignada, y una vez más habló sin poder contenerse. —Si las niñas no luchan, ¿entonces cómo es que gano todas mis luchas?
—¿Tú? —se burló Diego—. No te creo para nada.
En ese momento, Félix pareció sacudirse de la sorpresa de conocer a Diego, y finalmente intervino. Su tono era calmado y neutro, obviamente siguiendo su costumbre de ser el mediador en situaciones así, pero su respuesta fue firme:
—Luca lucha mejor que cualquiera en nuestra escuela. Puede ganarle a chicos del doble de su tamaño sin ningún problema.
Diego, sin embargo, seguía pareciendo aburrido, y en lo absoluto impresionado. Tomó una última calada de su cigarro y arrojó el resto a un lado. Dirigió a Luca una mirada mezquina con los ojos entrecerrados, y volvió al interior de la tienda sin decir nada más.
De camino a casa, Luca se encontraba impactada por lo que había ocurrido. Diego ni siquiera la había visto luchar, pero ya había decidido que no valía para ello. Siendo niña, Luca ya estaba acostumbrada a ser subestimada, pero una cosa era que proviniera de otros chicos en el patio de la escuela, a quienes podía demostrar lo contrario con facilidad, y otra muy diferente cuando un respetado atleta la descartaba sin más. Se sintió completamente desinflada.
—No le hagas caso, —dijo Félix, intentando consolarla—. Se comporta como sabelotodo porque su papá es el director de la liga. Solamente está siendo mezquino.
—Pero es un tremendo luchador —respondió Luca.
—Claro que es buen luchador, pero pues no por eso es el enviado de Dios ni nada. ¿Qué va a saber él? Ni siquiera te ha visto luchar —argumentó Félix.
Quizá, pensó Luca, pero aún así no podía sacudirse esa sensación de vergüenza, como si le hubieran quitado sus sueños. Siempre había pensado que su futuro estaba en el cuadrilátero, pero el hecho de que Diego, que ya estaba en camino a lograr ese sueño, la considerara incapaz, la hizo dudar de sí misma. Pensó en todos los artículos que había recortado de las revistas de lucha. Ahora que se ponía a pensarlo, todos los luchadores eran hombres. Quizá Diego tenía razón, quizá las niñas no luchaban. ¿Sería acaso ella la única?
Mientras ella y sus hermanos se quedaban dormidos al son de la pequeño requinto de la abuela, Luca no pudo evitar preguntarse si alguien alguna vez le había dicho al Ciclón que no debía luchar.